19.8.20
13.11.19
11/13/2019 07:23:00 a. m.
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oculta
Alright, alright
Yeah it's alright, alright
Don't need no five star reservations
I've got spaghetti and a cheap bottle of wine
Don't need no concert in the city
I've got a stereo and the best of Patsy Cline
Ain't got no caviar no Dom Perignon
But as far as I can see, I've got everything I want
Cause I've got a roof over my head,
The woman I love laying in my bed
And it's alright, alright
I've got shoes under my feet
Forever in her eyes staring back at me
And it's alright, alright
And I've got all I need
And it's alright by me
Maybe later on we'll walk down to the river
Lay on a blanket and stare up at the moon
It may not be no French Riviera
But it's all the same to me as long as I'm with you
It may be a simple life, but that's okay
If you ask me baby, I think I've got it made
Cause I've got a roof over my head
The woman I love laying in my bed
And it's alright, alright
I've got shoes under my feet
Forever in her eyes staring back at me
And it's alright, alright
And I've got all I need
And it's alright by me
It's alright by me, yeah yeah
When I lay down at night I thank the Lord above
For giving me everything I ever could dream of
Cause I've got a roof over my head
The woman I love laying in my bed
And it's alright, alright, alright, alright
I've got shoes under my feet
Forever in her eyes staring back at me
And it's alright, alright, alright
And I've got all I need, yeah
I've got all I need
And it's alright by me
Oh yeah, it's alright by me
21.10.18
Texto de Javier López, HuffPo
....Papeles errantes, Papeles dependientes....
....Papeles errantes, Papeles dependientes....
Recientemente falleció la madre de un buen amigo. Tal vez el mejor amigo que tengo. Una mujer, viuda, de 94 años de edad, que vivía sola hasta el momento en que cayó gravemente enferma. Una de esas señoras que, cuando mueren, dejan a las comunidades de vecinos y los viejos barrios del sur sin una de esas presencias que hilvanaba el tejido de relaciones que sustentan toda convivencia vecinal.
Me cuenta mi amigo que, en los últimos meses, andaba cada vez más débil y enferma. Tuvo que ser hospitalizada. Por eso, intentando anticiparse a los avatares que se pudieran desencadenar, acudió a ver a su trabajadora social, en el Ayuntamiento. Fue ella la que le pidió los papeles necesarios para iniciar el trámite de revisión de la situación de Dependencia ante la Comunidad Autónoma, avisándole de que no son cosas que se resuelvan en un día, ni en dos, ni en meses.
Cuando mi amigo pidió, por primera vez, el reconocimiento de la situación de dependencia para su madre, que ya andaba en el entorno de los 90 años, la mujer había sufrido varios internamientos hospitalarios por enfermedades que no pueden considerarse menores. Tras los meses correspondientes de papeleos y tramitaciones administrativas, le fue reconocido el más ínfimo, menor y más bajo de los grados de dependencia, al que han dado en llamar Grado I. El resultado inmediato es que la ayuda a domicilio que recibía del Ayuntamiento, le fue reducida por la Comunidad. En total pasó de seis horas a cuatro horas y media a la semana.
Era de esas personas que a lo largo de su vida, piden lo que necesitan y aceptan lo que les dan, sin exigencias, sin reproches, sin que una mano sepa lo que la otra ha hecho
Por lo demás, su tránsito por la dependencia, terminó siendo similar al de otras muchas mujeres en parecida situación. Auxiliares de ayuda a domicilio que venían a su casa, la sacaban a pasear, hacían algo de compra, barrían o fregaban, según el día. En pocos años conoció a bastantes de estas trabajadoras, porque cambiaban de destino, no les renovaban el contrato o ganaba el concurso otra contrata. Parece ser que alguna vez la llamó la coordinadora, también de turno rotatorio y hasta acudió a verla. En ocasiones la llamaban desde el servicio de teleasistencia.
Falleció, al cabo de tres meses, la madre de mi mejor amigo sin ver resuelto el nuevo expediente de revisión de la situación de dependencia. Tal vez era mucho pedir que en tan poco tiempo, medido en términos administrativos, quedara solventada una tramitación que para muchas familias se cuenta por semestres y hasta por años. No tiene mi amigo nada que objetar, muy al contrario, al trato humano que recibió, ni con la calidad humana de las personas que la atendieron. Ni en la medicina, ni en la enfermería (ya fuera en atención primaria, hospitalaria, o residencial), ni en el trabajo social, ni en la ayuda a domicilio, ni en las voces siempre amables de la teleasistencia.
La mujer era además tan discreta que, probablemente no le hubiera gustado que nadie hablase de ella. Era de esas personas que a lo largo de su vida, piden lo que necesitan y aceptan lo que les dan, sin exigencias, sin reproches, sin que una mano sepa lo que la otra ha hecho. En silencio, sin presumir de sus logros, ni lloriquear sus derrotas. Afrontando de frente la ruina desencadenada, cuando ésta llega.
Sin embargo, acaba mi amigo de recibir una carta inesperada, más bien un oficio, sin que hayan transcurrido ni dos meses desde la fecha del fallecimiento de su madre, en la que se le comunica que, Se notifica Resolución (...) del Director General de Atención a la Dependencia y al Mayor, por la que se declara concluso el procedimiento de revisión de la situación de dependencia iniciado por (...), por fallecimiento del titular, circunstancia que determina la imposibilidad material de continuarlo, y archivar las actuaciones practicadas en dicho expediente. Así, a palo seco, sin un "Hola", un "Estimado Señor", "Querido ciudadano de a pié", ni fórmula alguna de saludo.
A continuación otro párrafo dedicado a informar sobre las posibilidades de interponer recurso administrativo ante el organismo correspondiente, en el plazo determinado, de conformidad con tales y cuales disposiciones legales, o cualquier otro recurso que considere oportuno. Aunque el escrito viene firmado digitalmente por la Jefatura de Servicio competente, tampoco hay fórmula alguna de despedida, ni mucho menos de condolencia, o pésame. Un frío oficio administrativo es cuanto puedes esperar en el momento de la muerte, tras soportar largas esperas en los momentos de la vida.
En silencio, sin presumir de sus logros, ni lloriquear sus derrotas. Afrontando de frente la ruina desencadenada, cuando ésta llega
Pido permiso a mi amigo para contar estas cosas en un artículo. Comento cuanto he descrito con un jubilado conocido, que ha dedicado su vida a la Seguridad Social, a la atención sanitaria, a las mutuas de accidentes en el trabajo y que participó, hace ya años, en la elaboración del Proyecto de Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Protección de las Personas en Situación de Dependencia, más conocida como Ley de Dependencia, que no hace mucho ha cumplido su décimo aniversario.
Coincidimos en que la buena voluntad que marcó las negociaciones para hacer posible este nuevo derecho social, que pretendía equipararnos con Europa y que queda reflejada en el propio título de la ley, ha tenido un desarrollo desigual, insuficiente y ha dejado un poso de amargura. Ni los recursos han sido suficientes, ni el personal ha sido el necesario, ni la coordinación entre ministerios competentes y entre éstos y las comunidades autónomas y ayuntamientos, ha sido la indispensable. La larga crisis hizo el resto, convirtiendo la Ley de Dependencia en una declaración de buenas intenciones, sin los recursos necesarios.
Para las personas mayores y dependientes, la protección, la suficiencia económica y la autonomía personal, pasan por unas pensiones dignas y ayudas para poder atender sus necesidades, pero también es necesario desarrollar la protección social necesaria para continuar viviendo en su entorno, mientras puedan, y para contar con otros dispositivos públicos que aseguren la calidad de sus vidas.
No es caridad, beneficencia, auxilio social, misericordia, lo que necesitan. Es el reconocimiento del derecho a la vida digna hasta el mismo momento de la muerte.
24.8.18
...."La educación para la paz tiene que recuperar la capacidad de indignación frente al sufrimiento que unos seres humanos -desgraciadamente- producimos en otros por medio de desigualdades, injusticias y otros tipos de violencia": Vicent Martínez Guzmán - DEP. .Profe meu al postgrau d’Educació per la Pau i Cultura de Pau a l’Escola de Cultura de Pau de la UAB....
https://youtu.be/B3E2t-KzoIs
23.2.18
....Historia del lagarto que tenía la costumbre de cenar a sus mujeres....
A la orilla del río, oculta por el pajonal, una mujer está leyendo.
Érase que se era, cuenta el libro, un señor de vasto señorío.
Todo le pertenecía: el pueblo de Lucanamarca y lo de más acá y lo de más allá, las bestias señaladas y las cimarronas, las gentes mansas y las alzadas, todo: lo medido y lo baldío, lo seco y lo mojado, lo que tenía memoria y lo que tenía olvido.
Pero aquel dueño de todo no tenía heredero. Cada día su mujer rezaba mil oraciones, suplicando la gracia de un hijo, y cada noche encendía mil velas.
Dios estaba harto de los ruegos de aquella pesada, que pedía lo que Él no había querido dar.
Y al fin, por no escucharla más o por divina misericordia, hizo el milagro.
Y llegó la alegría del hogar.
El niño tenía cara de gente y cuerpo de lagarto. Con el tiempo el niño habló, pero caminaba arrastrándose sobre la barriga.
Los mejores maestros de Ayacucho le enseñaron a leer, pero sus pezuñas no podían escribir.
A los dieciocho años pidió mujer.
Su opulento padre le consiguió una; y con gran pompa se celebró la boda en la casa del cura.
En la primera noche, el lagarto se lanzó sobre su esposa y la devoró.
Cuando el sol despuntó, en el lecho nupcial no había más que un viudo durmiendo, rodeado de huesitos.
Y después el lagarto exigió otra mujer.
Y hubo nueva boda, y nueva devoración.
Y el glotón necesitó otra más. Y así.
Novias, no faltaban.
En las casas pobres, siempre había alguna hija sobrando.
Con la barriga acariciada por el agua del río, Dulcidio duerme la siesta.
Cuando abre un ojo, la ve.
Ella está leyendo. Él nunca en su vida ha visto una mujer con anteojos.
Dulcidio arrima la nariz
-¿Qué lees?
Ella aparta el libro y lo mira, sin asombro, y dice:
-Leyendas.
-¿Leyendas?
-Voces viejas.
-¿Y para qué sirven?
Ella se encoge de hombros:
-Acompañan -dice.
Esta mujer no parece de la sierra, ni de la selva, ni de la costa.
-Yo también sé leer - dice Dulcidio.
Ella cierra el libro y da vuelta la cara. Cuando Dulcidio le pregunta quién es y de dónde, la mujer desaparece.
El domingo siguiente, cuando Dulcidio despierta de la siesta, ella está allí. Sin libro, pero con anteojos.
Sentada en la arenita, los pies guardados bajo las muchas polleras de colores, ella está muy estando, desde siempre estando; y así mira al intruso ése que lagartea al sol.
Dulcidio pone las cosas en su lugar. Alza una pata uñuda y la pasea sobre el horizonte de montañas azules:
-Hasta donde llegan los ojos, hasta donde llegan los pies. Todo. Dueño soy.
Ella ni echa una ojeada al vasto reino y calla. Un silencio muy.
El heredero insiste. Las ovejitas y los indios están a su mandar. Él es amo de todas estas leguas de tierra y agua y aire, y también del pedazo de arena donde ella está sentada:
- Te doy permiso -concede.
Ella echa a bailar su larga trenza de pelo negro, como quien oye llover, y el muy saurio aclara que él es rico pero humilde, estudioso y trabajador, y ante todo un caballero con intenciones de formar un hogar, pero el destino cruel quiere que enviude.
Inclinando la cabeza, ella medita ese misterio.
Dulcidio vacila. Susurra: -¿Puedo pedirte un favor? Y se le arrima de costadito, ofreciendo el lomo. -Ráscame la espalda -suplica- que yo no llego.
Ella extiende la mano, acaricia la ferruginosa coraza y elogia:
-es una seda.
Dulcidio se estremece y cierra los ojos y abre la boca y alza la cola y siente lo que nunca. Pero cuando da vuelta la cabeza, ella ya no está.
Arrastrándose a toda velocidad a través del pajonal, la busca al derecho y al revés y por los cuatro costados. No hay rastros.
Y el domingo siguiente, ella no viene a la orilla del río. Y tampoco viene el otro domingo, ni el otro. Desde que la vio, la ve .Y nada más ve. El dormilón no duerme, el tragón no come. La alcoba de Dulcidio ya no es el feliz santuario donde él reposaba amparado por sus difuntas esposas. Las fotos de ellas siguen allí, tapizando las paredes de arriba a abajo, con sus marcos en forma de corazón y sus guirnaldas de azahares; pero Dulcidio, condenado a la soledad, yace hundido en las cobijas y en la melancolía. Médicos y curanderos acuden desde lejos, y ninguno puede nada ante el vuelo de la fiebre y el derrumbe de todo lo demás.
Prendido a la radio a pilas, que le ha vendido un turco de paso, Dulcidio pena sus noches y sus días suspirando y escuchando melodías pasadas de moda. Los padres desesperados, lo miran marchitarse. Él ya no exige mujer como antes exigía:
-Tengo hambre.
Ahora suplica: -Yo soy un pordiosero del amor, y con voz rota, y alarmante tendencia a la rima, musita homenajes de agonía a la dama que le ha robado la calma y el alma.
Toda la servidumbre se lanza a buscarla. Los perseguidores revuelven el cielo y la tierra, pero ni siquiera se sabe el nombre de la evaporada, y nadie ha visto jamás a ninguna mujer de anteojos en estos valles, ni más allá. En la tarde de un domingo, Dulcidio tiene una corazonada. Se levanta, a duras penas, y de mala manera se arrastra hasta la orilla del río. Y allí está ella. Bañado en lágrimas, Dulcidio declara su amor a la niñacha desdeñosa y esquiva, confiesa que de sed perezco por las mieles de tu boca, proclama que ni tu olvido merezco, palomita que me aloca, y la abruma de lindezas y arrumacos. Y se viene la boda. Todo el mundo agradecido, porque ya el pueblo lleva largo tiempo sin fiesta y allí Dulcidio es el único que se casa.
El cura hace precio, por tratarse de un cliente tan especial. Gira el charango alrededor de los novios y suenan a gloria el arpa y los violines. Se brinda por el amor eterno de la feliz pareja, y ríos de ponche corren bajo las ramadas de flores.
Dulcidio estrena piel nueva, rojiza en el lomo y verdiazul en la cola prodigiosa. Y cuando los dos quedan al fin solos, y llega la hora de la verdad, él ofrece:
-Te doy mi corazón. Písalo sin compasión. Ella apaga la vela de un soplido, deja caer su vestido de novia, esponjoso de encajes, se saca lentamente los anteojos y le dice:
-No seas huevón. Déjate de pendejadas. De un tirón lo desenvaina y arroja la piel al suelo. Y abraza su cuerpo desnudo, y lo arde.
Después, Dulcidio se duerme profundamente, acurrucado contra esta mujer, y sueña por primera vez en la vida. Ella se lo come dormido. Lo va tragando de a poquito, desde la cola hasta la cabeza, sin hacer ruido ni mascar fuerte, cuidadosa de no despertarlo, para que él no vaya a llevarse una fea impresión.
Érase que se era, cuenta el libro, un señor de vasto señorío.
Todo le pertenecía: el pueblo de Lucanamarca y lo de más acá y lo de más allá, las bestias señaladas y las cimarronas, las gentes mansas y las alzadas, todo: lo medido y lo baldío, lo seco y lo mojado, lo que tenía memoria y lo que tenía olvido.
Pero aquel dueño de todo no tenía heredero. Cada día su mujer rezaba mil oraciones, suplicando la gracia de un hijo, y cada noche encendía mil velas.
Dios estaba harto de los ruegos de aquella pesada, que pedía lo que Él no había querido dar.
Y al fin, por no escucharla más o por divina misericordia, hizo el milagro.
Y llegó la alegría del hogar.
El niño tenía cara de gente y cuerpo de lagarto. Con el tiempo el niño habló, pero caminaba arrastrándose sobre la barriga.
Los mejores maestros de Ayacucho le enseñaron a leer, pero sus pezuñas no podían escribir.
A los dieciocho años pidió mujer.
Su opulento padre le consiguió una; y con gran pompa se celebró la boda en la casa del cura.
En la primera noche, el lagarto se lanzó sobre su esposa y la devoró.
Cuando el sol despuntó, en el lecho nupcial no había más que un viudo durmiendo, rodeado de huesitos.
Y después el lagarto exigió otra mujer.
Y hubo nueva boda, y nueva devoración.
Y el glotón necesitó otra más. Y así.
Novias, no faltaban.
En las casas pobres, siempre había alguna hija sobrando.
Con la barriga acariciada por el agua del río, Dulcidio duerme la siesta.
Cuando abre un ojo, la ve.
Ella está leyendo. Él nunca en su vida ha visto una mujer con anteojos.
Dulcidio arrima la nariz
-¿Qué lees?
Ella aparta el libro y lo mira, sin asombro, y dice:
-Leyendas.
-¿Leyendas?
-Voces viejas.
-¿Y para qué sirven?
Ella se encoge de hombros:
-Acompañan -dice.
Esta mujer no parece de la sierra, ni de la selva, ni de la costa.
-Yo también sé leer - dice Dulcidio.
Ella cierra el libro y da vuelta la cara. Cuando Dulcidio le pregunta quién es y de dónde, la mujer desaparece.
El domingo siguiente, cuando Dulcidio despierta de la siesta, ella está allí. Sin libro, pero con anteojos.
Sentada en la arenita, los pies guardados bajo las muchas polleras de colores, ella está muy estando, desde siempre estando; y así mira al intruso ése que lagartea al sol.
Dulcidio pone las cosas en su lugar. Alza una pata uñuda y la pasea sobre el horizonte de montañas azules:
-Hasta donde llegan los ojos, hasta donde llegan los pies. Todo. Dueño soy.
Ella ni echa una ojeada al vasto reino y calla. Un silencio muy.
El heredero insiste. Las ovejitas y los indios están a su mandar. Él es amo de todas estas leguas de tierra y agua y aire, y también del pedazo de arena donde ella está sentada:
- Te doy permiso -concede.
Ella echa a bailar su larga trenza de pelo negro, como quien oye llover, y el muy saurio aclara que él es rico pero humilde, estudioso y trabajador, y ante todo un caballero con intenciones de formar un hogar, pero el destino cruel quiere que enviude.
Inclinando la cabeza, ella medita ese misterio.
Dulcidio vacila. Susurra: -¿Puedo pedirte un favor? Y se le arrima de costadito, ofreciendo el lomo. -Ráscame la espalda -suplica- que yo no llego.
Ella extiende la mano, acaricia la ferruginosa coraza y elogia:
-es una seda.
Dulcidio se estremece y cierra los ojos y abre la boca y alza la cola y siente lo que nunca. Pero cuando da vuelta la cabeza, ella ya no está.
Arrastrándose a toda velocidad a través del pajonal, la busca al derecho y al revés y por los cuatro costados. No hay rastros.
Y el domingo siguiente, ella no viene a la orilla del río. Y tampoco viene el otro domingo, ni el otro. Desde que la vio, la ve .Y nada más ve. El dormilón no duerme, el tragón no come. La alcoba de Dulcidio ya no es el feliz santuario donde él reposaba amparado por sus difuntas esposas. Las fotos de ellas siguen allí, tapizando las paredes de arriba a abajo, con sus marcos en forma de corazón y sus guirnaldas de azahares; pero Dulcidio, condenado a la soledad, yace hundido en las cobijas y en la melancolía. Médicos y curanderos acuden desde lejos, y ninguno puede nada ante el vuelo de la fiebre y el derrumbe de todo lo demás.
Prendido a la radio a pilas, que le ha vendido un turco de paso, Dulcidio pena sus noches y sus días suspirando y escuchando melodías pasadas de moda. Los padres desesperados, lo miran marchitarse. Él ya no exige mujer como antes exigía:
-Tengo hambre.
Ahora suplica: -Yo soy un pordiosero del amor, y con voz rota, y alarmante tendencia a la rima, musita homenajes de agonía a la dama que le ha robado la calma y el alma.
Toda la servidumbre se lanza a buscarla. Los perseguidores revuelven el cielo y la tierra, pero ni siquiera se sabe el nombre de la evaporada, y nadie ha visto jamás a ninguna mujer de anteojos en estos valles, ni más allá. En la tarde de un domingo, Dulcidio tiene una corazonada. Se levanta, a duras penas, y de mala manera se arrastra hasta la orilla del río. Y allí está ella. Bañado en lágrimas, Dulcidio declara su amor a la niñacha desdeñosa y esquiva, confiesa que de sed perezco por las mieles de tu boca, proclama que ni tu olvido merezco, palomita que me aloca, y la abruma de lindezas y arrumacos. Y se viene la boda. Todo el mundo agradecido, porque ya el pueblo lleva largo tiempo sin fiesta y allí Dulcidio es el único que se casa.
El cura hace precio, por tratarse de un cliente tan especial. Gira el charango alrededor de los novios y suenan a gloria el arpa y los violines. Se brinda por el amor eterno de la feliz pareja, y ríos de ponche corren bajo las ramadas de flores.
Dulcidio estrena piel nueva, rojiza en el lomo y verdiazul en la cola prodigiosa. Y cuando los dos quedan al fin solos, y llega la hora de la verdad, él ofrece:
-Te doy mi corazón. Písalo sin compasión. Ella apaga la vela de un soplido, deja caer su vestido de novia, esponjoso de encajes, se saca lentamente los anteojos y le dice:
-No seas huevón. Déjate de pendejadas. De un tirón lo desenvaina y arroja la piel al suelo. Y abraza su cuerpo desnudo, y lo arde.
Después, Dulcidio se duerme profundamente, acurrucado contra esta mujer, y sueña por primera vez en la vida. Ella se lo come dormido. Lo va tragando de a poquito, desde la cola hasta la cabeza, sin hacer ruido ni mascar fuerte, cuidadosa de no despertarlo, para que él no vaya a llevarse una fea impresión.
10.2.18
Una mañana, nos regalaron un conejo de indias.
Llegó a casa enjaulado. Al mediodía, le abrí la puerta de la jaula.
Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad.
Eduardo Galeano
....espera al final....
5.2.18
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Eduardo Galeano
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