21 RAZONES PARA SER PAREJA Y/O AMIG@ DE UN@ EDUCADOR/EDUCADORA SOCIAL O TRABAJADOR/A SOCIAL:
1. Si se te cierra el coche con las llaves dentro, sabrá como abrirlo.
2. Las sustancias que requisan no siempre van a la basura.
3. Si aguantan a los del trabajo aguantan a cualquiera.
4. Vives cada día como si fuera el último (literalmente).
5. Siempre los echas de menos.
6 Conocen insultos en 5 idiomas.
7. La educación de tus hijos será un trámite.
8. Acostumbrado a actuar en situaciones de emergencia.
9. Si tienes algun familiar conflictivo se puede recuperar.
10. Te escuchará por deformación profesional.
11. Te psicoanalizará .
12. Stress = Sexo.
13. Saben cocinar, limpiar platos, pasar el aspirador, etc.
14. Están enterados de las últimas tendencias juveniles.
15. Son capaces de escuchar a Camela y Reggeton durante horas.
16. Siempre tienen algo que contarte.
17. Por la calle los "marginales" te saludan en lugar de atracarte.
18. Pase gratis para comer en los comedores sociales.
19. Tienen morbo.
20. Tienen un hombro sobre el que llorar.
21. Salen del trabajo con la vida social hecha.
USTED ES EDUCADOR/A O TRABAJADOR/A SOCIAL SI:
1. Su pareja llega tarde y le quita 1,25 euros de paga.
2. Pasa mas horas en otra casa que en la suya.
3. Sabes que es "Din din mak".
4. Cada día tachas en el calendario los que te quedan para jubilarte.
5. Cuando te llaman desde el trabajo mas de 5 veces diarias.
6. Cuando te ríes al oir las quejas de los profesores de los colegios.
7. Si diferencias varios tipos de drogas por el olor a varios metros de distancia.
8. Si para ti un cuchillo no es solo un instrumento de cocina.
10.12.08
2.12.08
"Un mal día", por Almudena Grandes
Algunos días daría cualquier cosa por coger el bolso a media mañana e irse a su casa tranquilamente, a no hacer nada. Otros, los peores, casi preferiría que la partiera un rayo, que la tragara la tierra, que la abdujera una nave extraterrestre.
La mañana había empezado mal, con una conversación telefónica muy desagradable, no tanto por las formas cuanto por el fondo. No tendría por qué haber hecho aquella gestión, que estaba muy lejos de sus competencias; pero la mirada perpleja y desolada de Ioan, el obrero rumano que había aparecido en su oficina unos meses antes con un problemón –una hija autista de cinco años para la que no parecía haber plaza en ningún colegio de educación especial–, fue más fuerte que ella. Desde que consiguió escolarizar a la niña en condiciones casi inmejorables, para su padre ella era, más que una asistente social [TRABAJADORA SOCIAL], un hada madrina. Sus poderes eran mucho más limitados de lo que él suponía, y, sin embargo, había descolgado el teléfono, había llamado a aquel abogado, había escuchado, impertérrita, sus exigencias, y había acabado insultándole de la manera más cortés que conocía. Si el inquilino de su clienta fuera español, le había dicho, usted no se atrevería a exigirle que pintara el piso antes de abandonarlo, ni le negaría la devolución de la fianza con la excusa de que el sofá del salón está desgastado por el uso después de seis años de cobrar puntualmente el alquiler todos los meses. Eso es lo que dice usted, le había contestado el tío, y se había quedado tan ancho. Después, consultas y más consultas, llamadas y más llamadas, tuvo que decirle a Ioan que no había casi nada que hacer. Podía olvidarse de pintar el piso, pero de la fianza también. Existían procedimientos para reclamarla, claro que sí, pero acabarían costándole una suma superior a la que la dueña del piso se iba a quedar por la cara. ¡Pero es injusto!, había dicho él. Sí, había reconocido ella, es muy injusto. ¡No hay derecho! Pues no, no hay derecho. ¡Seiscientos cincuenta euros es mucho dinero para mí! Lo sé, lo sé… Lo sabía, pero no podía hacer nada para ayudarle.
Y entonces, justo cuando Ioan se fue, Ángela entró por la puerta y, sólo de verla, le entraron ganas de llorar. La recién llegada, española, treinta y ocho años, con una enfermedad reumática, crónica, muy dolorosa, que no la impedía trabajar como una burra porque no le quedaba más remedio, le dedicó una sonrisa triste, como si pretendiera absolverla de antemano. Nada, ¿no?, dio por supuesto. No, no es eso, la tranquilizó ella. Vamos a arreglarlo, insistió después, yo creo que vamos a arreglarlo, pero tu caso no entra en ninguna casilla, y entonces… ¿Entonces, qué?, se preguntó a sí misma, mientras pensaba por dónde seguir.
Tanta ley de igualdad, tanta ley de dependencia, tanto estado social, y el caso que tenía delante no cabía en ninguna casilla. Ángela se había separado de su marido cuando su hija era un bebé, y él jamás le había pasado un duro. Había habido sentencias firmes, más firmes, firmísimas, pero las había toreado todas al natural, sin sufrir el menor percance. Después, la niña, que siempre había sido buena, estudiosa, juiciosa, se echó una calamidad de novio, que ni estudiaba, ni trabajaba, ni hacía cosa alguna de provecho. Un buen día, el tutor de la hija llamó a la madre para preguntarle por qué no iba a clase, y Ángela se cayó del guindo. Le prohibió seguir viendo a aquel chico, y a la niña, que tenía quince años, no se le ocurrió nada mejor que –¿no querías puré?, toma dos cucharas– quedarse embarazada. Ahora, con un nieto de pocos meses y una hija que ha roto con su novio al comprender por fin la burrada que ha hecho con su vida, Ángela es la única fuente de ingresos de una familia monoparental de dos generaciones. Pero, por más que inscribirlos en el Registro Civil fuera casi la única responsabilidad que han asumido, su hija y su nieto llevan los apellidos de sus respectivos padres. Por eso, su caso no entra en ningún supuesto de ayuda social. Y por eso, no está nada claro que Ángela obtenga una plaza en una guardería concertada –porque, en Madrid, las públicas son tan pocas que en su barrio no hay ninguna– para su nieto. Su hija no puede trabajar hasta que la consiga porque no tienen dinero para pagar una canguro, y precisamente por eso, por no trabajar, se la pueden denegar. Que la madre tenga dieciséis años, mira por dónde, tampoco está contemplado. La pescadilla se muerde la cola, la Tierra gira al revés, y la impotencia se convierte en el único horizonte verdadero.
Algunos días daría cualquier cosa por coger el bolso a media mañana e irse a su casa tranquilamente, a no hacer nada. Hoy, casi preferiría morirse.
El País Semanal, 13/04/08
Algunos días daría cualquier cosa por coger el bolso a media mañana e irse a su casa tranquilamente, a no hacer nada. Otros, los peores, casi preferiría que la partiera un rayo, que la tragara la tierra, que la abdujera una nave extraterrestre.
La mañana había empezado mal, con una conversación telefónica muy desagradable, no tanto por las formas cuanto por el fondo. No tendría por qué haber hecho aquella gestión, que estaba muy lejos de sus competencias; pero la mirada perpleja y desolada de Ioan, el obrero rumano que había aparecido en su oficina unos meses antes con un problemón –una hija autista de cinco años para la que no parecía haber plaza en ningún colegio de educación especial–, fue más fuerte que ella. Desde que consiguió escolarizar a la niña en condiciones casi inmejorables, para su padre ella era, más que una asistente social [TRABAJADORA SOCIAL], un hada madrina. Sus poderes eran mucho más limitados de lo que él suponía, y, sin embargo, había descolgado el teléfono, había llamado a aquel abogado, había escuchado, impertérrita, sus exigencias, y había acabado insultándole de la manera más cortés que conocía. Si el inquilino de su clienta fuera español, le había dicho, usted no se atrevería a exigirle que pintara el piso antes de abandonarlo, ni le negaría la devolución de la fianza con la excusa de que el sofá del salón está desgastado por el uso después de seis años de cobrar puntualmente el alquiler todos los meses. Eso es lo que dice usted, le había contestado el tío, y se había quedado tan ancho. Después, consultas y más consultas, llamadas y más llamadas, tuvo que decirle a Ioan que no había casi nada que hacer. Podía olvidarse de pintar el piso, pero de la fianza también. Existían procedimientos para reclamarla, claro que sí, pero acabarían costándole una suma superior a la que la dueña del piso se iba a quedar por la cara. ¡Pero es injusto!, había dicho él. Sí, había reconocido ella, es muy injusto. ¡No hay derecho! Pues no, no hay derecho. ¡Seiscientos cincuenta euros es mucho dinero para mí! Lo sé, lo sé… Lo sabía, pero no podía hacer nada para ayudarle.
Y entonces, justo cuando Ioan se fue, Ángela entró por la puerta y, sólo de verla, le entraron ganas de llorar. La recién llegada, española, treinta y ocho años, con una enfermedad reumática, crónica, muy dolorosa, que no la impedía trabajar como una burra porque no le quedaba más remedio, le dedicó una sonrisa triste, como si pretendiera absolverla de antemano. Nada, ¿no?, dio por supuesto. No, no es eso, la tranquilizó ella. Vamos a arreglarlo, insistió después, yo creo que vamos a arreglarlo, pero tu caso no entra en ninguna casilla, y entonces… ¿Entonces, qué?, se preguntó a sí misma, mientras pensaba por dónde seguir.
Tanta ley de igualdad, tanta ley de dependencia, tanto estado social, y el caso que tenía delante no cabía en ninguna casilla. Ángela se había separado de su marido cuando su hija era un bebé, y él jamás le había pasado un duro. Había habido sentencias firmes, más firmes, firmísimas, pero las había toreado todas al natural, sin sufrir el menor percance. Después, la niña, que siempre había sido buena, estudiosa, juiciosa, se echó una calamidad de novio, que ni estudiaba, ni trabajaba, ni hacía cosa alguna de provecho. Un buen día, el tutor de la hija llamó a la madre para preguntarle por qué no iba a clase, y Ángela se cayó del guindo. Le prohibió seguir viendo a aquel chico, y a la niña, que tenía quince años, no se le ocurrió nada mejor que –¿no querías puré?, toma dos cucharas– quedarse embarazada. Ahora, con un nieto de pocos meses y una hija que ha roto con su novio al comprender por fin la burrada que ha hecho con su vida, Ángela es la única fuente de ingresos de una familia monoparental de dos generaciones. Pero, por más que inscribirlos en el Registro Civil fuera casi la única responsabilidad que han asumido, su hija y su nieto llevan los apellidos de sus respectivos padres. Por eso, su caso no entra en ningún supuesto de ayuda social. Y por eso, no está nada claro que Ángela obtenga una plaza en una guardería concertada –porque, en Madrid, las públicas son tan pocas que en su barrio no hay ninguna– para su nieto. Su hija no puede trabajar hasta que la consiga porque no tienen dinero para pagar una canguro, y precisamente por eso, por no trabajar, se la pueden denegar. Que la madre tenga dieciséis años, mira por dónde, tampoco está contemplado. La pescadilla se muerde la cola, la Tierra gira al revés, y la impotencia se convierte en el único horizonte verdadero.
Algunos días daría cualquier cosa por coger el bolso a media mañana e irse a su casa tranquilamente, a no hacer nada. Hoy, casi preferiría morirse.
El País Semanal, 13/04/08
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