....berlin, 22/7/209....bei Cris, nach eine Lange nacht in Steglitz, wir hören dieses Geschichte im Radio3....
MARíA LA BOBA
María, la boba, creía en el amor. Eso la convirtió en una leyenda viviente. A su entierro
acudieron todos los vecinos, hasta los policías y el ciego del quiosco, quien rara vez
abandonaba su negocio. La calle República quedó vacía, y en señal de duelo colgaron
cintas negras en los balcones y apagaron los faroles rojos de las casas. Cada persona
tiene su historia y en ese barrio son casi siempre tristes, historias de pobrezas e
injusticias acumuladas, de violencias padecidas, de hijos muertos antes de nacer y de
amantes que se van, pero la de María era diferente, tenía un brillo elegante que
echaba a volar la imaginación ajena. Se las arregló para ejercer su oficio sola,
administrándose sin bulla, discretamente. Nunca tuvo la menor curiosidad por el
alcohol ni por las drogas, ni siquiera le interesaban los consuelos de cinco pesos que
vendían las adivinas y las profetas del vecindario. Parecía a salvo de los tormentos de
la esperanza, protegida por la calidad de su amor inventado. Era una mujercita de
aspecto inofensivo, de corta estatura, facciones y gestos finos, toda mansedumbre y
suavidad, pero las veces que algún chulo intentó ponerle la mano encima se encontró
con una fiera babeante, puras garras y colmillos, dispuesta a devolver cada golpe, así
se le fuera la vida. Aprendieron a dejarla en paz. Mientras las otras mujeres pasaban
su existencia escondiendo moretones bajo espesas capas de maquillaje barato, ella
envejecía respetada, con un cierto aire de reina en harapos. No tenía ninguna
conciencia del prestigio de su nombre ni de la leyenda que habían bordado a costa de
ella. Era una prostituta vieja con alma de doncella.
En sus recuerdos figuraban con insistencia un baúl asesino y un hombre moreno con
olor a mar, y así sus amigas descubrieron uno a uno los retazos de su vida y los
unieron con paciencia, agregando lo que faltaba con recursos de fantasía, hasta
reconstruirle un pasado. No era, desde luego, como las demás mujeres de ese lugar.
Venía de un mundo remoto, donde la piel es más pálida y el castellano tiene un acento
rotundo, de consonantes duras. Nació para gran dama, eso deducían las otras mujeres
por su forma rebuscada de hablar y por sus modales extraños, y si alguna duda cabía,
al morir la disipó. Se fue con la dignidad intacta. No padecía ninguna enfermedad
conocida, no estaba asustada ni respiraba por los oídos como los moribundos
comunes, simplemente anunció que ya no soportaba más el tedio de estar viva, se
colocó su vestido de fiesta, se pintó los labios de rojo y abrió las cortinas de hule que
daban acceso a su cuarto, para que todos pudieran acompañarla.
-Ahora me llegó el tiempo de morir -fue su única explicación.
Se recostó en su cama, con la espalda apoyada sobre tres almohadones, con fundas
almidonadas para la ocasión, y se bebió sin respirar una jarra grande de chocolate
espeso. Las otras mujeres se rieron, pero cuando cuatro horas después no hubo
manera de despertarla comprendieron que su decisión era absoluta y echaron a correr
la voz por el barrio. Algunos acudieron sólo por curiosidad, pero la mayoría se presentó
con verdadera aflicción, quedándose allí para acompañarla. Sus amigas colaron café
para ofrecer a las visitas, porque les pareció de mal gusto servir licor, no fueran a
confundir aquello con una celebración. A eso de las seis de la tarde, María sufrió un
estremecimiento, abrió los párpados, miró a su alrededor sin distinguir los rostros y
enseguida abandonó este mundo.
Eso fue todo. Alguien sugirió que tal vez había tragado veneno con el chocolate, en
cuyo caso todos serían culpables por no haberla llevado a tiempo al hospital, pero
nadie prestó atención a tales maledicencias.
-Si María decidió partir, estaba en su derecho, porque no tenía hijos ni padres que
cuidar -sentenció la señora de la casa.
No quisieron velarla en un establecimiento funerario, porque la quietud premeditada de
su muerte fue un suceso solemne en la calle República y era justo que sus últimas
horas antes de bajar a la tierra transcurrieran en el ambiente donde había vivido y no
como una extranjera de cuyo duelo nadie quiere hacerse cargo. Hubo opiniones sobre
si velar muertos en esa casa atraería mala suerte para el alma de la difunta o las de
los clientes, y por si acaso quebraron un espejo para rodear el ataúd y trajeron agua
bendita de la capilla del Seminario, para salpicar por los rincones. Esa noche no se
trabajó en el local, no hubo música ni risas, pero tampoco hubo llantos. Instalaron el
cajón sobre una mesa en la sala, los vecinos prestaron sillas y allí se acomodaron los
visitantes a tomar café y conversar en voz baja. En el centro estaba María con la
cabeza apoyada sobre un cojín de raso, las manos cruzadas y la foto de su niño
muerto sobre el pecho. En el transcurso de la noche le fue cambiando el tono de la
piel, hasta acabar oscura como el chocolate.
Me enteré de la historia de María durante esas largas horas en que velamos su ataúd.
Sus compañeras contaron que nació en tiempos de la Primera Guerra, en una provincia
al sur del continente, donde los árboles pierden las hojas en la mitad del año y el frío
cala los huesos. Era hija de una soberbia familia de emigrantes españoles. Al revisar su
pieza encontraron en una caja de galletas algunos papeles quebradizos y amarillos,
entre ellos un certificado de nacimiento, fotografías y cartas. Su padre fue propietario
de una hacienda y, según un recorte de periódico desteñido por el tiempo, su madre
había sido pianista antes de casarse. Cuando María tenía doce años, atravesó distraída
un cruce de ferrocarril y la atropelló un tren de carga. La rescataron entre los rieles sin
daños aparentes, tenía sólo algunos rasguños y había perdido el sombrero. Sin
embargo, al poco tiempo, todos pudieron comprobar que el impacto había
transportado a la niña a un estado de inocencia del cual ya nunca regresaría. Olvidó
hasta los rudimentos escolares aprendidos antes del accidente, apenas recordaba
algunas lecciones de piano y el uso de la aguja de coser, y cuando le hablaban se
quedaba como ausente. Lo que no olvidó, en cambio, fueron las normas de urbanidad,
que conservó intactas hasta su último día.
El golpe de la locomotora dejó a María incapacitada para el razonamiento, la atención o
el rencor. Estaba, por lo tanto, bien equipada para la felicidad, pero no fue ésa su
suerte. Al cumplir dieciséis años, sus padres, deseosos de pasarle a otro la carga de
esa hija algo retardada, decidieron casarla antes de que se le marchitara la belleza, y
escogieron a un tal doctor Guevara, hombre de vida retirada y mal dispuesto para el
matrimonio, pero que les debía algún dinero y no pudo negarse cuando le sugirieron el
enlace. Ese mismo año se celebró la boda en privado, como correspondía a una novia
lunática y a un novio varias décadas mayor.
María llegó al lecho matrimonial con la mente de una criatura, aunque su cuerpo había
madurado y ya era el de una mujer. El tren arrasó con su curiosidad natural, pero no
pudo destruir la impaciencia de sus sentidos. Sólo contaba con lo aprendido al
observar los animales en la hacienda, sabía que el agua fría es buena para separar a
los perros que se quedan pegados durante el coito y que el gallo esponja las plumas y
cacarea cuando quiere pisar a la gallina, pero no encontró uso adecuado para esos
datos. En su noche de bodas vio avanzar en su dirección a un vejete tembloroso con
una bata de franela, abierta, y algo imprevisto bajo el ombligo. La sorpresa le produjo
un estreñimiento del cual no se atrevió a hablar y cuando empezó a hincharse como un
globo, se bebió un frasco de Agua de la Margarita -remedio antiescrufuloso y
reconstituyente, que en gran cantidad servía de purga- a causa de lo cual pasó
veintidós días sentada en la bacinilla, tan descompuesta que casi pierde algunos
órganos vitales, pero eso no tuvo la facultad de desinflarla. Pronto ya no pudo
abotonar sus vestidos y a su debido tiempo dio a luz un niño rubio. Después de un mes
en cama, alimentándose con caldo de gallina y dos litros de leche diarios, se levantó
más fuerte y lúcida de lo que nunca estuvo en su vida. Parecía curada de su estado de
sonambulismo perenne y hasta tuvo el ánimo para comprarse ropa elegante; sin
embargo, no alcanzó a lucir su nuevo ajuar, porque el señor Guevara sufrió un ataque
fulminante y murió sentado en el comedor, con la cuchara de sopa en la mano. María
se resignó a usar trajes de luto y sombreros con velo, enterrada en una tumba de
trapos. Así pasó dos años de negro, tejiendo chalecos para los pobres, entretenida con
sus perros falderos y con su hijo, a quien peinaba con rizos y vestía de niña, tal como
aparece en uno de los retratos encontrados en la caja de galletas, donde se lo puede
ver sentado sobre una piel de oso e iluminado por un rayo sobrenatural.
Para la viuda el tiempo se detuvo en un instante perpetuo, el aire de los cuartos
permaneció inmutable, con el mismo olor vetusto que dejó su marido. Siguió viviendo
en la misma casa, cuidada por sirvientes leales y vigilada de cerca por sus padres y
hermanos, que se turnaban para visitarla a diario, supervisar sus gastos y tomar hasta
las menores decisiones. Pasaban las estaciones, caían las hojas de los árboles en el
jardín y volvían a aparecer los colibríes del verano, sin cambios en su rutina. A veces
se preguntaba la causa de sus vestidos negros, porque había olvidado al decrépito
esposo que en un par de ocasiones la abrazara débilmente entre las sábanas de lino,
para luego, arrepentido de su lujuria, arrojarse a los pies de la Madona y azotarse con
una fusta de caballo. De vez en cuando abría el armario para sacudir los vestidos y no
resistía la tentación de despojarse de sus ropajes oscuros y probarse a escondidas los
trajes bordados de pedrerías, las estolas de piel, los zapatos de raso y los guantes de
cabritilla. Se miraba en la triple luna del espejo y saludaba a esa mujer ataviada para
un baile en la cual le costaba mucho reconocerse.
A los dos años de soledad el rumor de la sangre bullendo en su cuerpo se le hizo
intolerable. Los domingos en la puerta de la iglesia se retrasaba para ver pasar a los
hombres, atraída por el ronco sonido de sus voces, sus mejillas afeitadas y el aroma
del tabaco. Con disimulo levantaba el velo del sombrero y les sonreía. Su padre y sus
hermanos no tardaron en advertirlo y, convencidos de que esa tierra americana
corrompía hasta la decencia de las viudas, decidieron en consejo de familia enviarla
donde unos tíos en España, donde sin duda estaría a salvo de las tentaciones frívolas,
protegida por las sólidas tradiciones y el poder de la Iglesia. Así empezó el viaje que
cambiaría el destino de María, la boba.
Sus padres la embarcaron en un transatlántico acompañada por su hijo, una sirvienta
y los perros falderos. El complicado equipaje incluía, además de los muebles de la
habitación de María y su piano, una vaca que iba en la cala del barco, para proveer de
leche fresca al niño. Entre muchas maletas y cajas de sombrero, también llevaba un
enorme baúl con cantos y remaches de bronce, que contenía los vestidos de fiesta
rescatados de la naftalina. La familia no pensaba que en casa de los tíos María tuviera
oportunidad alguna de usarlos, pero no quisieron contrariarla. Los tres primeros días la
viajera no pudo abandonar su litera, vencida por el mareo, pero finalmente se
acostumbró al bamboleo del barco y consiguió levantarse. Entonces llamó a la sirvienta
para que le ayudara a desempacar la ropa para la larga travesía.
La existencia de María estuvo marcada por desgracias súbitas, como ese tren que le
arrebató el espíritu y la lanzó de vuelta a una infancia irreversible. Estaba ordenando
los vestidos en el armario de su cabina, cuando el niño se asomó al baúl abierto. En
ese instante un sacudón de la nave cerró de golpe la pesada tapa y el filo metálico le
dio a la criatura en el cuello, desnucándola. Se necesitaron tres marineros para
desprender a la madre del baúl maldito y una dosis de láudano capaz de tumbar a un
atleta para impedir que se arrancara el pelo a mechones y se destrozara la cara con las
uñas. Pasó horas aullando y luego entró en un estado crepuscular, meciéndose de lado
a lado, como en los tiempos en que ganó fama de idiota. El capitán del buque anunció
la infausta nueva por un altoparlante, leyó un breve responso y luego ordenó envolver
el pequeño cadáver con una bandera y lanzarlo por la borda, porque ya estaban en
medio del océano y no tenía cómo preservarlo hasta el próximo puerto.
Varios días después de la tragedia, María salió con paso incierto a tomar aire por
primera vez en la cubierta. Era una noche tibia y del fondo del mar subía un olor
inquietante de algas, de mariscos, de buques sumergidos, que le entró por las narices
y le recorrió las venas con el efecto de una sacudida telúrica. Se encontraba mirando el
horizonte, con la mente en blanco y la piel erizada desde los talones hasta la nuca,
cuando escuchó un silbido insistente y al dar media vuelta descubrió dos pisos más
abajo una silueta alumbrada por la luna, haciéndole señas. Bajó las escalerillas en
trance, se aproximó al hombre moreno que la llamaba, sumisa se dejó quitar los velos
y los ropones de luto y lo acompañó detrás de un rollo de cuerdas. Vapuleada por un
impacto similar al del tren, aprendió en menos de tres minutos la diferencia entre un
marido anciano, acabado por el temor a Dios, y un insaciable marinero griego ardiendo
por la penuria de varias semanas de castidad oceánica. Deslumbrada, la mujer
descubrió sus propias posibilidades, se secó el llanto y le pidió más. Pasaron parte de
la noche conociéndose y sólo se separaron cuando oyeron la sirena de emergencia, un
terrible bramido de naufragio que alteró el silencio de los peces. Pensando que la
inconsolable madre se había arrojado al mar, la sirvienta había dado la voz de alarma
y toda la tripulación, menos el griego, la buscaba.
María se reunió con su amante detrás de las cuerdas cada noche, hasta que el buque
se aproximó a las costas del Caribe y el perfume dulzón de flores y frutos que
arrastraba la brisa acabó de perturbarle los sentidos. Aceptó entonces la proposición
de su compañero de abandonar la nave, donde penaba el fantasma del niño muerto y
donde había tantos ojos espiándolos, se metió el dinero del viaje en los refajos y se
despidió de su pasado de señora respetable. Descolgaron un bote y desaparecieron al
amanecer, dejando a bordo a la sirvienta, los perritos, la vaca y el baúl asesino. El
hombre remó con sus gruesos brazos de navegante hacia un puerto estupendo, que
surgió ante sus ojos a la luz del alba como una aparición de otro mundo, con sus
ranchos, sus palmeras y sus pájaros variopintos. Allí se instalaron los dos fugitivos
mientras les duró la reserva de dinero.
El marinero resultó pendenciero y bebedor. Hablaba una jerizonga incomprensible para
María y para los habitantes de ese lugar, pero conseguía comunicarse con morisquetas
y sonrisas. Ella sólo se despabilaba cuando él aparecía para practicar con ella las
maromas aprendidas en todos los lupanares desde Singapur hasta Valparaíso, y el
resto del tiempo permanecía atontada por una languidez mortal. Bañada por los
sudores del clima, la mujer inventó el amor sin compañero, aventurándose sola en
territorios alucinantes, con la audacia de quien no conoce los riesgos. El griego carecía
de intuición para adivinar que había abierto una compuerta, que él mismo no era sino
el instrumento de una revelación, y fue incapaz de valorar el regalo ofrecido por esa
mujer. Tenía a su lado a una criatura preservada en el limbo de una inocencia
invulnerable, decidida a explorar sus propios sentidos con la juguetona disposición de
un cachorro, pero él no supo seguirla. Hasta entonces ella no había conocido el
desenfado del placer, ni siquiera lo había imaginado, aunque siempre estuvo en su
sangre como el germen de una fiebre calcinante. Al descubrirlo supuso que se trataba
de la dicha celestial que las monjas del colegio le prometían a las niñas buenas en el
Más Allá. Sabía muy poco del mundo y era incapaz de mirar un mapa para ubicarse en
el planeta, pero al ver los hibiscus y los loros creyó encontrarse en el paraíso y se
dispuso a gozarlo. Allí nadie la conocía, estaba a sus anchas por primera vez, lejos de
su casa, de la tutela inexorable de sus padres y hermanos, de las presiones sociales y
de los velos de misa, libre al fin para saborear el torrente de emociones que nacía en
su piel y penetraba por cada filamento hasta sus cavernas más profundas, donde se
volcaba en cataratas, dejándola exhausta y feliz.
La falta de malicia de María, su impermeabilidad al pecado o la humillación, acabaron
por aterrorizar al marinero. Las pausas entre cada abrazo se hicieron más largas, las
ausencias del hombre más frecuentes, creció el silencio entre los dos. El griego trató
de escapar de esa mujer con rostro de niña que lo llamaba sin cesar, húmeda,
turgente, abrasada, convencido de que la viuda a quien sedujo en alta mar se había
transformado en una perversa araña dispuesta a devorarlo como a una mosca en el
tumulto de la cama. En vano buscó alivio para su virilidad apabullada retozando con
las prostitutas, batiéndose a cuchillo y puñetazos con los chulos y apostando en peleas
de gallos el sobrante de sus juergas. Cuando se encontró con los bolsillo vacíos, se
aferró a esa excusa para desaparecer del todo. María lo esperó con paciencia durante
varias semanas. Por la radio se enteraba a veces de que algún marinero f rancés,
desertor de un barco británico, o un holandés escapado de una nave portuguesa, había
sido asesinado a navajazos en los barrios bravos del puerto, pero ella escuchaba la
noticia sin alterarse, porque aguardaba a un griego fugado de un transatlántico
italiano. Cuando ya no pudo seguir soportando la calentura de los huesos y la ansiedad
del alma, salió a pedir consuelo al primer hombre que pasaba. Lo cogió de la mano y le
pidió de la forma más gentil y educada, que le hiciera el favor de desnudarse para ella.
El desconocido vaciló un poco ante esa joven que en nada se parecía a las
profesionales del vecindario, pero cuya proposición era muy clara, a pesar del lenguaje
desusado. Calculó que podía distraer diez minutos de su tiempo con ella y la siguió, sin
sospechar que se vería sumergido en el torbellino de una pasión sincera. Asombrado y
conmovido, se fue a contárselo a todo el mundo, dejándole a María un billete sobre la
mesa. Pronto llegaron otros, atraídos por la murmuración de que había una mujer
capaz de vender por un rato la ilusión del amor. Todos los clientes se fueron
satisfechos. Así se convirtió María en la prostituta más célebre del puerto, cuyo nombre
los marineros se llevaron tatuado en los brazos para darlo a conocer en otros mares,
hasta que la leyenda le dio la vuelta al planeta.
El tiempo, la pobreza y el esfuerzo de burlar al desencanto destruyeron la frescura de
María. La piel se le volvió pardusca, adelgazó hasta los huesos y para mayor
comodidad se cortó el pelo como un preso, pero mantuvo sus modales elegantes y el
mismo entusiasmo por cada encuentro con un hombre, porque no veía en ellos a
sujetos anónimos, sino el reflejo de sí misma en brazos de su amante imaginario.
Confrontada con la realidad, no era capaz de percibir la sórdida urgencia del
compañero de turno, porque cada vez se entregaba con el mismo irrevocable amor,
adelantándose, como una novia atrevida, a los deseos del otro. Con la edad se le
desordenó la memoria, hablaba cosas disparatadas y para la época en que se trasladó
a la capital y se instaló en la calle República, no se acordaba de que alguna vez fue la
musa inspiradora de tantos versos improvisados por navegantes de todas las razas y
se quedaba perpleja cuando alguno viajaba desde el puerto hasta la ciudad, sólo para
comprobar si aún existía aquella de quien había oído en un lugar de Asia. Al hallarse
frente a ese mísero saltamontes, ese montón de huesos patéticos, esa mujercita de
nada, y ver la leyenda reducida a escombros, muchos daban media vuelta y se
marchaban desconcertados, pero otros se quedaban por lástima. Éstos recibían un
premio inesperado. María cerraba su cortina de hule y al punto cambiaba la calidad del
aire en la pieza. Más tarde el hombre partía maravillado, llevándose la imagen de una
muchacha mitológica y no la de la anciana lastimosa que creyó ver en un principio.
A María se le fue borrando el pasado -su único recuerdo nítido era el terror de trenes y
baúles- y si no hubiera sido por la tenacidad de sus compañeras de oficio, nadie habría
conocido su historia. Vivió esperando el instante en que se abriera la cortina de su
habitación para dar paso al marinero griego, o a cualquier otro fantasma nacido de su
fantasía, quien la recogería en el círculo preciso de sus brazos para devolverle el
deleite compartido en la cubierta de un buque en alta mar, buscando siempre la
antigua ilusión en cada hombre de paso, iluminada por un amor imaginario, engañando
a las sombras con abrazos fugaces, con chispazos que se consumían antes de arder, y
cuando se aburrió de aguardar en vano y sintió que también el alma se le cubría de
escamas, decidió que era mejor dejar este mundo. Y con la misma delicadeza y
consideración de todos sus actos, recurrió entonces a la jarra de chocolate.
Cuentos de Eva Luna
Isabel Allende