Los hay alados, de grandes fauces y lengua temible, con escamas acerbas, mirada feroz y patas de garras imponentes. Otros presentan expresión menos amenazadora, carecen de patas y alas, y su cuerpo evoca la sinuosidad de la serpiente o el nerviosismo de la lagartija. Aparecen en lugares insospechados, acechando bajo aleros, cornisas y balcones, en dinteles de puertas, camuflados en lámparas, peanas o picaportes, y comportándose como seres rampantes, trepadores, orgullosos, siempre prestos a esgrimir sus uñas ganchudas.
Así son los dragones que habitan en Barcelona, ya se trate de representaciones en piedra, forja, madera, azulejo, mosaico o trencadís. Son casi cuatrocientos, y Josep Martínez, fotógrafo andorrano afincado en Barcelona, los ha localizado y ha retratado uno a uno, tras cuatro años de escudriñar fachadas, explorar parques y recibir soplos de confidentes. "El Eixample es la zona de la ciudad con mayor densidad de dragones, posiblemente porque ahí se construyeron muchos edificios modernistas, y al modernismo le gustaban los dragones", sostiene Martínez.
Algunos ejemplares figuran junto a Sant Jordi, el héroe caballeresco patrón de Catalunya, pero otros están solos, y los más se presentan emparejados o en grupo, y difieren sobremanera en tamaños, formas y actitudes.
"La figura del dragón, un ser inexistente, seducía mucho en el modernismo, por tratarse de un personaje exótico –explica el arquitecto Juan Bassegoda Nonell, que fue titular de la Cátedra Gaudí durante más de treinta años–, y porque el modernismo es una mezcla de lo neogótico y lo exótico". Hay en la ciudad noticia de representaciones de dragones desde el medievo; se encuentran ejemplares en la catedral y en algunas iglesias antiguas.
Pero la singularidad que Barcelona aporta al universo cultural e iconográfico del dragón se debe sobre todo a la obra de Antoni Gaudí, que plasmó aquí dos dragones muy especiales: el del trencadís del Park Güell, y el de hierro forjado de la finca Güell, cargados ambos de gran simbolismo. "Los dragones de Gaudí están extraídos de la mitología y de la historia, y reflejan las ideas del conde de Güell sobre la Renaixença: catalanismo, mitología y religión", aclara Bassegoda Nonell.
Así, el dragón de la puerta de la finca Güell es Ladón, fiero guardián de la entrada del jardín de las hespérides, que fue muerto por Hércules, según narra el poema L'Atlàntida, de Jacint Verdaguer, quien lo había dedicado al marqués de Comillas, suegro de Güell. Ese dragón magistral, de más de cinco metros de envergadura, con fauces y dientes recortados, alas de murciélago y cola en espiral, sorprende a los turistas por su ferocidad.
Y el dragón de colorines del Park Güell es Pitón, la serpiente del templo del oráculo de Delfos que, según la mitología griega, cayó muerta a manos de Apolo, quien la enterró en el sótano del templo, lo cual acabó convirtiéndola en protectora de las aguas subterráneas. "El templo de Delfos era dórico, y por eso Eusebio Güell quiso que las columnas del parque que encargó a Gaudí fueran de orden dórico", explica Bassegoda Nonell.
Pero a la exquisitez cultural de los dragones gaudinianos hay que añadir el pequeño hito numérico de que en una ciudad occidental como Barcelona haya tantos dragones a la vista, entendidos siempre en sentido amplio: dragones, cocodrilos, serpientes, lagartos, salamandras, y reptiles y saurios en general.
Los hay grandes, medianos y chicos. Si se excluye el debatido lomo de dragón del tejado de la casa Batlló, el más grande resulta ser el del parque de la Espanya Industrial (32 metros de longitud y 150 toneladas de peso) y el más pequeño es una pareja engarzada en los tiradores de las puertas del Pati dels Tarongers, en el Palau de la Generalitat (diez centímetros y apenas cien gramos), según la documentación recogida por el fotógrafo Josep Martínez.
También son reseñables las cuatro dragonas de la pastelería Foix de Sarrià (son de las poquísimas féminas de dragón representadas en la ciudad); el famoso dragón chino de la casa de los Paraigües de la Rambla, un edificio premodernista de Josep Vilaseca; las grandes lagartijas gaudinianas del templo de la Sagrada Família; o los cocodrilos sumergidos en las aguas de la fuente de la plaza Espanya.
Cautivan de todos ellos, incluso de los más humildes, sus ojos altivos y firmes. Y se comprende: la palabra dragón viene del latín draco, que procede del griego drákon, a su vez derivado de la voz griega dérkomai, que significa mirar con fijeza. Según algunos eruditos, esa cualidad explicaría su condición de guardián mítico de doncellas y tesoros –sistemáticamente ejecutado por dioses, santos o héroes–, aunque otros expertos vinculan el combate legendario entre el caballero y el dragón a mitos indoeuropeos de lucha entre dioses de la guerra y el dragón demoniaco bíblico-babilonio.
Para Catalunya, ese caballero es Sant Jordi, que en 1456 fue declarado patrón por las cortes catalanas, reunidas en el coro de la catedral de Barcelona. Es también patrón de Aragón, Inglaterra, Portugal, Grecia, Polonia, Lituania, Bulgaria, Serbia, Rusia y Georgia, entre otros lugares. De Sant Jordi/San Jorge está más documentado su culto que su existencia, pero la leyenda lo sitúa en el siglo III, nacido en Capadocia o Nicomedia, y mártir por decapitación durante la persecución de los cristianos por el emperador romano Diocleciano. Su leyenda llegó a estos lares en el siglo XV.
Algunos dragones de Barcelona aparecen pues junto al Sant Jordi de libros y rosas que hoy se celebra, mientras algunos otros ejemplares son orientales, y denotan el gusto por los elementos exóticos de la burguesía catalana en los tiempos del modernismo. En aquella época la decoración era fundamental, así que los dragones podían campar a sus anchas en muebles, puertas, joyas, cortinas y colchas. Los gustos actuales dificultan su subsistencia como elemento decorativo en Barcelona, pese a la población china que crece y pese a que un escritor como Carlos Ruiz Zafón sea de ellos un apasionado, y acostumbre a llevar uno en la solapa.
Los dragones orientales –seres sin alas pero voladores– son personajes benévolos, cargados de sabiduría, mientras que los dragones occidentales suelen ser considerados maléficos. "El dragón es un monstruo inventado –recuerda el arquitecto Bassegoda Nonell–, por lo que cada artista ha podido apelar a su propia imaginación a la hora de plasmarlo, y por eso son tan diversos".
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